martes, 24 de febrero de 2009

Él




El hombre salió de su casa. Frotó sus manos. Subió la cremallera de su chaqueta hasta cubrir el cuello. Miró a un lado, miró al otro. Colocó bien el auricular en el oído derecho. Partió. El día estaba fresco. Cruzó una calle. Cruzó otra. Llegó al metro. Ingresó. Él bajaba cuando una pareja de amantes subía. Entonces, vio a los amantes en una habitación oscura. La cama enorme y enorme era la ventana que daba la calle. Afuera el mar, la playa, la bulla, la gente. Y el suelo, todo cubierto por una alfombra clara con dibujos extraños y sobre la alfombra, la silueta dibujada de los dos amantes, exhaustos, penetrándose torpemente como dos animales salvajes, ahogando sus quejidos, llorando sus dolores.
Siguió bajando. Ahora subía el volumen de su radio, escuchaba a Silvio y su Unicornio. Oyó al tren. Corrió hacia él que le esperaba. Ya dentro, entre tanta gente, entre caras extrañas y familiares, entre olores agrios y dulces, vio a unos ancianos de cara triste cogidos de la mano siendo empujados y apretados. Entonces los vio pasear por el inmenso parque del Retiro, caminar sonrientes, sentarse en la banca, la misma banca que tantos años había sido testigo de sus besos. Vio también a un cojo casi parado arrinconado a la última puerta del vagón, sosteniéndose con su única muleta que le quedaba, cargando una pesada mochila verde. Vio a una mujer embarazada, pendiente de la parada en la que tenía que bajar. Vio a dos jóvenes lanzándose miradas furtivas cargadas de complicidad. Vio a todos con sus propios problemas, al indio, al cholo, al negro, al blanco. El tren se vació. Al fin se sentó. Sacó un libro. Intentó leer. La música estaba alta. Bajó el volumen. Volvió al libro y cuando se dio cuenta, una mujer delante de él, le estaba mirando. Él le miró. Ella esquivó su mirada. Él giró su mirada disimulada a su izquierda. Ella le volvió a mirar. Él nuevamente le miró y por segundos casi infinitos, sus miradas se cruzaron. Ella bajó del tren, se acercó a un hombre rubio que le esperaba con una maleta y sin contemplaciones le besó. Él sonrió. Volvió al libro y cuando hubo leído ya tres líneas, le tocó bajar. Guardó el libro. Caminó. Subió las escaleras a la misma vez que dos hombres abrazados, susurrándose palabritas al oído, bajaban. Entonces, desistió imaginar. Salió del metro. Cruzó una calle, esta era grande. Leyó de soslayo los periódicos del día en el quiosco. Miró su muñeca. Apuró el paso. Llegó a su trabajo. Trabajó.

Pasaron ocho horas. Se despidió de ellos levantando la mano. Se puso la chaqueta. Encendió la música, esta vez boleros. Caminó. Cruzó la calle grande. Llegó al metro. Subió al tren que le esperaba. Se sentó, “siempre encuentro asientos vacíos cuando regreso” pensó. Sacó el libro. Esta vez leyó. A los minutos anunciaron su parada. Bajó con el libro en las manos, leyó todo el camino que distaba hasta la salida. Salió del metro. Caminó. Cruzó una calle. Cruzó otra. Al fondo observó el edificio que contenía a su casa. Llegó. Sacó las llaves. Saludó al portero. Llamó al ascensor. Entró. Le dio al cinco. Subió. Segundos después, el ascensor paró. Abrió sus puertas. Salió. Metió la llave en la cerradura, la giró y abrió. Entonces de súbito se detuvo, allí, bajo el umbral de esa puerta. Contempló, observó, vio, miró, buscó. Nadie. La casa, extraña para él, vacía como siempre.


2003

Julio Rodríguez

domingo, 1 de febrero de 2009

Revolutionary Road

Era sábado, y como casi todos los sábados mis ganas de ir al cine crece. Pues, fue sábado y fui. Ya en el camino, mi desición por ver una de la tres películas que tenía en mente, hacía que mi cabeza empezara a estallar, no, miento, lo cierto es que estaba hecho un lío, la primera de las tres era "Revolutionary Road" y ésta, como elegida, no me decepcionó. Esta película me enamoró desde el principio y a decir verdad, quise hacer un comentario honesto de este film, pero no pude, por eso, para ser más acertado les dejo la crítica de uno que se dedica a ello, Carlos Boyero, que por cierto le escucho todos los viernes en "Hoy por Hoy" en la Cadena Ser y al otro, no le conozco, pero vi interesante su crítica.

Carlos Boyero en el País:

Alan Ball, ese ingenio tan negro como potente, creador y alma de la turbadora serie A dos metros bajo tierra, colocó hace 10 años en manos de Sam Mendes, un señor inglés con prestigiosa huella en el teatro pero virgen en el cine, el brillante y ácido guión de la tragicómica American beauty, retrato de sueños incumplidos, excentricidades con causa, violencia reprimida y subterráneas o transparentes perversiones de la clase media estadounidense, habitantes de barrios residenciales en los que se supone que cada cosa está en su sitio, colmenas selectas y protegidas de los tormentos psíquicos y de la incertidumbre existencial por la estabilidad económica y el estatus social que han conseguido con esfuerzo o con naturalidad, gente en paz con el sistema.



No es casual que vuelvan a entregarle a Mendes un material en aquella onda, la adaptación al cine de una venerada novela de Richard Yates que habla de la insatisfacción cotidiana y los íntimos y lacerantes anhelos de algunos representantes modélicos del aparente "todo va bien". Pero en Revolutionary road, a diferencia de American beauty, no hay sátira, no hay esperpento sobre las miserias en ebullición, no hay motivos para la risa sarcástica observando y escuchando la repentina y volcánica transgresión de los que habían construido su vida intentando estar de acuerdo con ella y ateniéndose a las reglas sociales. Aquí sólo hay tragedia de primera clase, desolación al comprobar que las vías de escape están selladas, que el sueño de que la deseada vida puede estar en otra parte y la necesidad de huir de lo establecido no son suficientes para abandonar lo que has almacenado, para prescindir de la seguridad, los confortables hábitos, la asumida mediocridad, el "nunca pasa nada" y enfrentarte al riesgo y la intemperie que puede implicar la aventura, la búsqueda de lo que asocias a la plenitud.



El esfuerzo de este matrimonio que se propone avanzar por territorios inexplorados para que su amor no se oxide, luchar contra la resignación al hastío, cambiar en los años cincuenta los roles tradicionales de una pareja clásica, pillar el último tren de las ilusiones, poner en práctica lo que desea el alma y la prosaica realidad desaconseja, está descrito con sensibilidad y hondura, piedad y capacidad de conmoción. Sam Mendes te hace sentir su crisis, sus dudas, su miedo, su desencanto, su definitiva incomunicación y su derrota. No puedes sentirte ajeno a este drama sobre la claudicación. Yo, al menos, me quedo pegado en la butaca hasta que terminan los títulos de crédito, con la sensación de que lo que te han contado sobre esa gente es de verdad, hipnotizado por el sombrío olor de la depresión que renuncia al llanto, una depresión que se ha hecho muda.

Y te conmueve la intensidad y la veracidad del excelente DiCaprio y de una Kate Winslet que está más allá del elogio transmitiéndote humanidad, el ansia de eso tan problemático y huidizo llamado felicidad.


Aquí, la crítica en "La Butaca.net"

“Revolutionary Road”: El otro naufragio
Escrito por Miguel A. Delgado el 27.01.09 a las 20:45
Archivado en: Críticas

Imaginemos que la pareja protagonista de “Titanic” hubiese sobrevivido al hundimiento. ¿Qué habría sido de su visión romántica de un futuro juntos? El impulso arrebatador que apuraron en el escaso tiempo del que dispusieron en el más lujoso transatlántico de todos los tiempos, ¿hubiera resistido el embate de la necesidad de ingresar en la rutina, de tener una casa bonita en una buena zona residencial, de los hijos…?



Aunque no esté relacionada para nada con la película de James Cameron que lanzó a un estrellato, por otro lado problemático, a Leonardo DiCaprio y Kate Winslet (ni por época, por supuesto, y tampoco por estilo cinematográfico), “Revolutionary Road” sí que nos apunta una respuesta a esas preguntas: no. Ninguna pareja puede atravesar la prueba de fuego del matrimonio burgués y pretender seguir aferrada a sueños inmaduros de libertad, de creación, de buscarse una existencia que no pase, obligatoriamente, por el fichar a horas fijas (en el caso de él), y de mantener impoluta una casa donde recibir a las vecinas a tomar el café y criar unos niños que, a ser posible, se lleven los mayores elogios de esas mismas vecinas (en el caso de ella). O al menos, en la América de los 50, la que surgió de la Segunda Guerra Mundial como una superpotencia a admirar, y que hizo del orden social uno de sus pilares.

Pero, aplicando el microscopio a ese mosaico de hombres y mujeres vestidos casi con uniforme (resulta soberbia la secuencia del viaje en tren del personaje de DiCaprio hasta su trabajo, confundido entre una masa gris de hombres vestidos de la misma manera, entre los que apenas se ve alguna que otra silueta femenina), lo que Sam Mendes viene a decirnos (como antes nos dijera Richard Yates en su novela homónima): que el precio a pagar es asfixiar los sueños, las ilusiones, la ilusión de un control de la vida… Con un caldo de cultivo así, no es extraño que paranoias como la caza de brujas encontraran un terreno abonado.



Pero nada de ello sería posible sin la prodigiosa interpretación de la pareja protagonista. Sin maniqueísmos, sin fáciles juicios de uno u otro lado, podremos simpatizar con la postura de cualquiera de ellos, pero en todo caso entenderemos los motivos de los dos, porque estamos ante retratos humanos, no fáciles caricaturas de un solo trazo. Contemplamos desde un lugar privilegiado, e incluso con la incomodidad del voyeur que lo es a su pesar, el hundimiento de una pareja envidiada por lo que, en el fondo, nadie sabe exactamente por qué: por guapos, por padres, por trabajadores, por simpáticos, por razonablemente excéntricos… por ser igual que los demás pero, al menos, llevarlo con estilo.



Leonardo DiCaprio vuelve a demostrar el inmenso actor que es regalándonos un personaje dubitativo y muy pegado a la tierra, alejado de sus últimas entregas como duro con corazón. Y la que raya el cielo es una hermosísima Kate Winslet que da la vuelta a las tornas de la película de Cameron: aquí, es ella la que naufraga ante nuestras narices, en un hundimiento psicológico que la aleja de los demás pero que, milagrosamente, sabe mantener un resquicio para que nuestra mirada curiosa pueda asomarse a su alma resquebrajada. Y no hace falta decir que los momentos para la memoria salpican una cinta que es, sin lugar a dudas, la mejor de Sam Mendes. Ante una joya así, ¿qué importa que la película tenga hechuras clásicas? Eso, en nuestros días, ya de por sí es una extrañeza (como ocurría con la reciente “El intercambio”, de Clint Eastwood), pero, si uno mira con lupa, verá que en realidad es como los Wheeler: especial en un mar de lugares comunes. O, quizá, como nosotros. Y además, tiene uno de los planos finales más magistrales que hayamos visto en mucho tiempo.