miércoles, 9 de octubre de 2013



Cumpleaños


   Cuando cumplí los quince años, mamá decidió llevarme de viaje. Me hizo levantar temprano, lavarme la cara, cepillarme los dientes, tomarme una pastilla para el soroche con un poco de pan y esperar con las maletas a las cinco de la mañana, fuera, sentado en las escaleras que hay en la entrada de la casa. A las cinco y treinta apareció el automóvil verde de Don Garita, siempre me pareció el Batimóvil cuando lo veía, era largo, con acabados filosos y sin ninguna parte redondeada, pero eso le daba ese toque de coche de cómic de “Marvel”. Don Garita era un hombre normal, con un pequeño bigote a lo Pedro Infante, con su típico peinado engominado con raya al costado y su camisa verde a juego con su coche. Pegué un silbido fuerte a mamá, y mamá salió despidiéndose de papá y de mi abuelo que él ya estaba en pie, barriendo todo el patio de la casa. Cogí las maletas y con la ayuda de Don Garita, las metimos en el maletero. Mamá le saludó y subió delante, yo abrí la puerta de atrás y me acomodé. El día empezaba a clarear. Cuando el coche se movió empecé a dejar mi pueblo y sentir la diferencia que se tiene cuando lo hace uno en coche que a pie. Las luces del pueblo alumbraban el camino, aunque ya no la necesitáramos porque el amanecer estaba cerca.
Recorrimos el pueblo lentamente, así era la ley, no se podía correr hasta no salir de Samne. Me pegué a la ventanilla y vi la casa de Jhonny, con sus rejas grandes y altas, su perro Mosco, negro como la noche, despierto olisqueando a una perrita, vecina suya. Más abajo, la casa de Coco, con ese foco enorme que tenían para iluminar la entrada de la casa y evitar a los borrachos de turno, tropezarse. El coche prácticamente iba solo, la pendiente era acusada, las curvas a la derecha y a la izquierda, permitían ver casa aquí y allá, así pasamos las casas de todos mis amigos, Eduardo, Camilo, Alfredo, todos. Al fin llegamos a la Iglesia, nos detenemos un segundo para santiguarnos, rezamos un padrenuestro y partimos, es allí donde siento verdaderamente que me estaban arrancando de mi tierra. Partimos, ahora, más rápido.
Los baches y el polvo se iban levantando conforme avanzábamos. Se sentía claramente cómo iban saltando las piedritas cuando las ruedas las aplastaba. Algunas, se pulverizaban y otras en cambio, salían disparadas con tanta velocidad que eran capaces de sacar el ojo a alguien. Como aquella vez que Dulanto Paredes, el tuerto, caminaba cerca de la carretera y sin percatarse de que dos camiones de mineral, que se le acercaban por detrás, en fila, ensimismados en su trabajo y llenando el ambiente de ese polvo fino que cubrían a todo ser vivo y  sin aminorar la velocidad, le ocasionaron la desgracia, una de esas piedras mortales, salió al encuentro del ojo derecho del pobre, estallándole para dejarle tuerto toda la vida. Stalin, el burro que montaba, milagrosamente salió indemne. Dulanto, con el ojo sano, sólo atinó a verles alejarse y llevarse con ellos su ojo derecho en medio de tanto polvo. La piedra, fue lo último que vio su pobre ojo.
El sol ya brillaba hermoso. El coche daba saltos y levantaba polvo a su paso. En una curva, estaba la casa de Emiliano, el gallero, tenía gallos atados tomando el sol, unos gallos viejos que cantaban al día, otros con la piernas peladas, rojas por el limón que su dueño le echa religiosamente todos los días, guardándole un celibato mensual, preparándolos para la fiesta del pueblo. Más abajo, se nos acerca el río, bravo, caudaloso, sucio, de lluvias serranas, de piedras mortales, de ramas y escombros. Ahora aparece, una chacra enorme de piñas jugosas, blancas y verdes con sus dueños que la vigilan, por si las roban. Mamá hablaba con Don Garita de cosas que no entendía, de familiares que no conocía, sólo atiné a reconocer el nombre de mi primo, ese que tenía la habitación llena de juguetes, el que se la pasaba leyendo libros que en mi colegio ni siquiera había visto. Un día le vi leyendo un libro ensimismado, tumbado en su cama, él me lleva cuatro años y para su corta edad, había leído una cantidad enorme de libros. Tenía en su habitación, aparte de juguetes, todas las estanterías llenas de libros viejos y nuevos, con sus precios pegados en los lomos, algunos forrados con celofán transparente y otros, para que no se distinga qué estaba leyendo en ese momento, con celofán rojo o azul. Pues ese día leía apasionado un libro que me empezó a contar, era uno que hablaba de demonios y un anillo de poder, de enanos y magos, de héroes y villanos. Me quedé tan impactado por la historia que me dio por empezar a escribir, nunca me había gustado leer, pero por mi primo  empecé, quería saber que había más allá de la lectura, descubrir cosas, amarlas como él las amaba. Saber más que él.
¿Qué hará mi padre ahora?, seguro salir de casa, comprar el pan a la vecina, ir al gallinero y preguntar a doña gallina si le ha dejado un huevo para comer, y ésta responderle con un cococococoooo, en  un lenguaje que mi padre entendía claramente. Levantarla suavemente como me enseñó, primero meter una mano por el ala, cualquiera y manotear por debajo, por ese sitio calentito donde los pollos crecen y sobreviven, hasta coger un huevo sin que doña gallina te diga nada. Ahora, lo estará friendo con un poco de aceite como le dijo mamá, para evitar el colesterol, ya tendrá el café de cebada listo y colado, la taza en su sitio y con tres cucharaditas de azúcar rubia, justo para servirla y remover poco. O quizá, haya salido de caza, con unos mendrugos de pan en la boca, la escopeta bien cargada y el morral vacío para llenarlas de palomas serranas. Irse por el camino del salao, aparecer justo por detrás del cerro Espino, y allí, esperar a las palomas  y verlas picotear sus últimos granos. El gatillo a punto, en lo alto, tres, cuatro o diez podrían caer sin tanto aspaviento y ¡plupppppsssffff! que el coche salta y nos pega un susto enorme, mamá se abraza al asiento, yo a mi mochila, y  Don Garita, mira a mi madre y luego se gira y me mira. "¿Te ha pasado algo?", "no, y tú mamá, ¿estás bien?", "sí hijito, no te preocupes", "es la rueda, se nos ha reventado, voy a ver". El polvo se esparce y se va desvaneciendo por el viento. Nuestro rastro se desvanece. Justo cuando íbamos a entrar al asfalto y todo iba a trascurrir más deprisa. ¿Por qué vamos a Trujillo, por qué no ha venido papá? ¿Por qué estoy solo…? Quiero estar allá, estirar las piernas, dormir…
Cuando despierto, ya estamos en camino, el asfalto nos pasa deprisa, las líneas que dividen un carril del otro, nos traspasan, el cielo azul, el sol en lo alto, el viento, la calma, ya no hay polvo que se levante a nuestro camino. Ya se huele a mar, humo, ciudad. Algunos coches y muchos camiones, en dirección contraria, se dirigen a las provincias más grandes de la sierra llevando comida o ropa comprada en la ciudad. La gente lo hace en buses pequeños o enormes, aquellos que sufren una calamidad al girar las curvas. Mamá sigue hablando, ahora de medicina, de enfermedades que no entiendo, Don Garita en cambio asiente a todo lo que le dice mamá. ¿Qué pasa, quién está enfermo, papá, mamá, algún familiar, Don Garita? El olor a caña dulce nos indica que estamos cerca. Respiro hondo, doy un largo bostezo, me arremolino, miro a Mamá, a Don Garita, miro las casas que pasan deprisa, es allí cuando de nuevo, empiezo a quedarme dormido.