viernes, 14 de agosto de 2009

Cuento



Uscita

Aquella tarde decidí salir del letargo del día llamándola por teléfono. Me la imaginé contestando el teléfono, quizá acudiendo a él con paso marcial. Cogiendo el móvil, sacarle de su funda, ver mi nombre reflejado en esa pantalla táctil, y pensar por unos segundos, si cogerlo o no. Y al final lo hizo, no sé cómo, pero lo hizo. Su voz sonó agitada, como si hubiese escuchado el timbrazo desde lejos, quizá desde su patio trasero, allí, en aquella banca gris junto a su rosedal, donde nos besamos. Logró tomar aire, calmarse y decirme a la vez "pronto", tomar aire de nuevo y repetirme el "pronto", entonces decidí hablarle en español, quizá el idioma que menos se me daba, pero rápido me reconoció, soy yo, le dije. Los segundos se estiraron tanto que por un momento creí que se había ido, quizá había regresado a su patio donde tomaba el fresco de esa tarde tan caliente y húmeda de Roma. Siempre es así de caliente y húmeda Roma, me preguntó un día. Hola Paolo, me contestó más calmada. Qué estabas haciendo, te interrumpo, le dije nervioso. Nada nuevo, me dijo, allí sentada fuera en el patio. Ya sabes la sombra que nos da por la tarde. Aquí se está bien. Sí, le respondo, aún lo recuerdo. Y, por qué llamas, me pregunta tajante. Entonces soy yo que dejo estirar los segundos y al final antes de que estos se desvanezcan, le respondo que sólo quería saber cómo estabas. No mientas, me dice. Ahora me respira por el teléfono como lo hacía antes cada vez que se enfadaba. Sí, te miento, sólo quería invitarte a caminar como en los viejos tiempos. Ya, pero ahora no puedo, me dice. Una gran mala idea, pienso para mis adentros. Ahora mismo no, pero dentro de una hora sí, dice. Entonces me la imagino sonreír, pasarse el teléfono de una oreja a otra, sentarse en su hamaca y lentamente balancearse para sentir el fresco en sus pies. Aún te gusta andar descalza en casa, le pregunto. Sí, me responde. Pero, salimos o no, me pregunta. Sí, claro, dentro de una hora en el mismo sitio, le digo.

Me duché corriendo, dentro me iba imaginando qué ropa ponerme. Cuando salí busqué el polo y el pantalón. Me vestí. Me coloqué ese perfume nuevo que compré y que esperaba que también le gustase a ella. Y ella haría lo mismo, se ducharía corriendo, pensaría qué ponerse, si ponerse esa blusa nueva que seguramente compró hace unos días o si vestirse tan sport y cómoda para que no delatase su ímpetu de verme de nuevo. Se pondría esas sandalias marrones de tiras delgadas que abrazan y cruzan como serpientes su hermoso pie. O quizá se iría en zapatillas, polo, vaquero y nada más.

En el camino recordé. El tren, Termini, Piazza España, y allí, en algún escalón donde la besé, la cogí de la mano, le dije que la quería y donde pensé en hacer el amor por última vez. Hablamos largo y tendido, recuerdo que me preguntó qué hice en mis vacaciones, qué conocí, a dónde viajé, a quién conocí. Entonces le conté que todo, que había estado en Madrid, entrado en el Bernabéu, visto una corrida de toros en las Ventas, conocido y fotografiado el Retiro, deslumbrado por el Museo del Prado, visitado Toledo, Aranjuez, Cuenca, y varios sitios más, salir por las noches de fiesta, tomarme unas cañas y saborear unas tapas. España es hermosa, Madrid es hermoso, su clima es muy diferente al de Roma, es seco y caluroso. El agua riquísima, las mujeres preciosas, todo limpio. También le conté cómo estaba tío Pedro y tía Inés y cómo me encontré a los primos, tan independientes y correctos. Y entonces te recuerdo allí mirándome y esperando que le dijera lo que ya habíamos acordado antes por teléfono. Y le cuento, cuál era su nombre, cómo la conocí, cómo nos llevábamos. Y me arrepiento, me arrepiento haberle contado. Me siento un traidor. Una mierda. Entonces pienso que aún la quiero. Que no la quiero dejar. Ella sonríe y me dice, has hecho bien. Date una oportunidad. Inténtalo. Y lloro. En ese momento, no sabía y ella o yo estábamos terminando lo nuestro. Dejo de hablar porque no puedo más. Ella con sus ojitos secos y yo, con la mirada nublada y con un estertor de muerte. Te quiero, me repito en la mente. Te quiero.


Julio Rodríguez 2009

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jueves, 6 de agosto de 2009

Cuento



La Nani


“No apagues la luz”, le decía a mamá cada vez que llegaba la noche y con ella la hora de dormir. Sí... me daba miedo que esa cosa negra co¬mo una mancha, se metiera en mi habitación a robarse toda la luz. Mamá decía que siempre le había tenido miedo a la noche, que desde chiquito lloraba cada vez que me dejaban solo en medio de la nada, de la oscuridad. Yo no recuerdo eso, pero mamá sí.
Mamá decía también, que a veces me encontraba gateando totalmente pálido de miedo y sin poder llorar y que desde entonces dejaría la luz de mi habitación prendida, porque tenía miedo, según decía, que me vaya a encontrar algún día, muerto del susto; y vaya que me salvó la vida.
Pero cuando la Nani llegó, dejaría de tenerle miedo. Ella me enseñaría que la oscuridad es parte del día y que solamente es, cuando el sol se va a dormir y que no había motivos para asustarnos por ella; pues yo no creía eso; yo creía más bien, que la noche eran unos animalitos negros que vomitaba el mar sobre nuestras casas y que lograban ser tantos que llegaban a ocultar a ese foco enorme que colgaba del cielo. A veces creía que si alguno de esos animalitos lograba picarme, me infectaría de inmediato y sería, inevitablemente, parte de ellos, como ellos, es decir, oscuro, noche, sombra, nada... Por eso andaba ocultándome de ella, cubriéndome de pies a cabeza con mi sábana blan¬ca, cada vez que mamá se enojaba y apagaba la luz y dejaba entrar a la oscuridad en la casa; así amanecía cubierto, con los brazos casi muertos y sin poder moverlos unos días y otros, llenos de hormiguitas que me caminaban dentro del pellejo. Había días en que tomaba "prestada" esa linterna azul del finado abuelo para alumbrarme por la noche y para tratar de demostrar que ya no le tenía miedo a la oscuridad, yo mismo le decía a mamá que apagara la luz cada vez que entraba a despedirse de mí e iba a trabajar; por que mamá trabajaba con la noche, dice que salvaba la vida a la gente. Pero como dije, cuando la Nani llegó a la casa, todo, desde entonces, cambiaría.
Ella había llegado de muy lejos, de un pueblito de la selva, una tarde cuando me encontraba haciendo, como siempre, mis tareas solo. Ella vino para reemplazar a la señora Fabiana (una vieja con muchas arrugas en la cara y un pequeño bigote sobre la boca; ella no me tra¬taba como lo hacía la Nani). La Nani me contaba muchas historias, me leía cuentos por las noches y me hacía cosquillitas en todo el cuerpo cuando no tenía sueño. Me engreía mucho. Por eso la extraño. Sus manitas eran como arañitas que me caminaban por todo el cuerpo y yo me revolcaba de risa y la Nani se reía también conmigo.
La Nani tenía unos ojos chinitos, por eso mamá le llamaba la China "China por aquí", "China por acá", "China poracullá. Siempre me quería tener limpiecito. Me bañaba todas las noches antes de acostarme. Una noche, ella cogería la buena costumbre de bañarse conmigo. Al principio sentía vergüenza y ella explicaría que no había por qué sentirla, que todos éramos hijos de Dios. Y era cierto. Nos la pasábamos harto rato metidos en la tina de mamá, hasta que el pellejo se nos arrugaba tanto como el de los elefantes.
Una vez, algo me pasó en la tina que no supe qué fue. Era una "cosita" que me brotaba, sin querer del cuerpo; de eso la Nani se percató y co¬menzó a burlarse; asustado me cubrí y comencé a llorar; ella me abrazó fuerte y me sacó las manos donde las tenía: "Eso es normal en un varoncito como tú” me dijo; yo no supe en ese momento si me estaba consolando o me estaba ofendiendo cuando me dijo aquello de varoncito.


***


Una noche (cuando estaba ya acostumbrado a la oscuridad) me desperté en medio de una lluvia luminosa, de miedo. Bajé de mi cama, salí de mi habitación y me dirigí a la de la Nani. Cuando levanté el cubrecama, la Nani estaba como cuando se bañaba conmigo. Sí, se bañaba, porque ahora ya no lo hacía, dijo que mamá le había prohibido bañarme, que yo ya estaba grandecito para hacerlo sólo; y dejó de hacerlo. Cómo extraño eso, tanto. Entonces la Nani abrió los ojos y me vio parado allí, con el cubrecama en las manos. Se hizo a un lado, levantó todo el cubrecama y me acosté junto con ella. Aquella noche volvería a hacerme las cosquillas de antes, las que me hacían revolcar de risa; ella a cambio, me enseñaría también a hacerle algunas cosquillas que le provocaban abrir los ojos cuando reía muy raro.


***

La otra noche, mamá llegó en brazos de otro hombre; éste era joven, mucho más joven que los otros, de ojos claros y pasos tristes; con éste ya eran diez u once, según la Nani. Seguramente mamá llegaría cansada de tanto salvarles la vida, por eso la traían a rastras; eso era, sino, por qué se encerraba con ellos en su habitación y no salía hasta dar las cinco de la mañana para dirigirse al baño llevando una bandejita, esa celeste, la que mamá no permitía tocar, de seguro para descansar.
Tal vez los pobres hombres estarían de veras mal, muy mal, graves quizá; por eso los traía a la casa, en la casa se curarían sí, eso es; ahora recuerdo que mamá decía siempre que en la casa uno se sana más rápido. Mamá era una gran salva hombres. Esa era mamá. La Nani no ¬creía eso, sólo movía la cabeza cuando le contaba que a veces me topaba con uno de esos enfermos metido en el baño, muy temprano, lavándose el rostro, sonriente de estar ahora sano.


***


Entonces corría detrás de ella y le tocaba el culo. La Nani volteaba sorprendida, me abrazaba y me llenaba de besos todo el rostro, co¬mo en las novelas, decía. Pero también decía, que lo hacía muy mal, que debía de aprender, que era necesario sorprender y no ser sorprendido y que me serviría para toda la vida; por eso, la Nani se conver¬tiría desde ese momento en mi maestra particular de "besos”. Los primeros besos me resultaron asquerosos, pegajosos y muy mojados; envol¬vía mi boca con la suya y me hacía tragar mucha saliva, yo trataba de hacerlo como en las novelas; pero después, para mi alivio, en poco tiempo, mejoré, según ella.


***


No sé como se enteraría mamá de las cosquillas y de la clase parti¬cular de besos que me daba la Nani. Mamá llegó gritando aquella tarde. La China, como le decía ella, se había sobrepasado, había abusado vilmente de un menor como yo, que le había faltado el respeto a ella y a la casa y que si no fuera porque pierde tiempo y dinero, la denunciaría y tantas otras cosas más que yo no entendía. Es entonces cuando oí la voz de la Nani decirle a mamá, que era una mujerzuela, ramera cualquiera, que no se merecía el cariño de un hijo como yo, que vivía solamente fingiendo y que al fin y al cabo, ambas eran iguales y que no iban a cambiar.
La Nani se iría esa misma noche sin despedirse de mí. Mamá me bañaría y me pondría mi pijama nuevo, me llevaría a la cama, y cuando saldría de mi habitación, dejando tras de sí la luz apagada e iría nuevamente a su trabajo benefactor de salva hombres, me daría cuenta, que ese miedo a la oscuridad que sentía desde mucho antes, había regresado.





Julio Rodríguez 2002

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La Nani by Julio L. Rodríguez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.