domingo, 19 de abril de 2009

Cuento



Cine


Ni bien empezó la película, el hombre y la mujer de verde, comenzaron sus devaneos amorosos. El viejo, el de barba larga, sentado unos asientos más abajo comenzó frotándose la entrepierna y acabó con el miembro fuera medio tumbado pensando en René, la rubia de la puerta. La mujer de rojo, aquella gorda desventurada, viuda de su segundo marido, el recordado Flaco Melcocho, el vendedor de zapatos y astuto gato nocturno, seguía ávida la escena de unos jóvenes imberbes que poquito a poco se iban frotando las piernas para luego pasar a darse de besos tan húmedos, que de cuando en cuando le provocaban algunas arcadas, serían amigos fuera, pero amantes dentro, qué feo es ser maricón, pensó . Al rato entraron tres mujeres, dos de ellas borrachas y la tercera una pequeñita vestida completamente de amarillo dirigiendo a las desgraciadas en la oscuridad de lo que fue un teatro en sus años mozos y lo que en un futuro pasaría a convertirse en una remodelada Iglesia Cristiana. Quién pensaría ahora, que más adelante esta pocilga encostrada de semen, fregada por sudores extraños y marcada por asesinatos nunca resueltos como el de la niña Rosa, la hija del recordado gángster “El Papi”, que dejaron tras de sí un reguero de asesinatos a recordados violadores y asesinos de la ciudad, pasaría a convertirse en un casi santo monasterio de salutaciones y penitencias pastorales. Nadie. Salvo esos gringos de corbata que se la pasaban de casa en casa saludando a la gente y divulgando la palabra de Dios.
Aquellas mujercitas, las que entraron antes, se sentaron arriba, en los últimos asientos y desde allí lo vieron todo, entonces comenzaron a reírse, empezando por aquel hombre viejo, tumbado abajo, en los primeros asientos haciéndose una paja, pasando por los enamorados furtivos dándose de besos y tocándose por todos lados y llegando hasta aquellos dos delgados hombres cogidos de la mano y mirándose con tanta ternura que por algunos momentos, aquellas mujercitas se sintieron tan conmovidas que se quedaron calladas.
La película iba a medias cuando se escuchó una puerta cerrarse con tal estrépito que todos al unísono regresaron la mirada hacia atrás. Una luz por unos momentos llenó el interior del recinto. A los pocos segundos una voz ronca llamó. Todas las miradas se dirigieron a un solo punto, aquella sombra alta se fue acercando hasta los primeros asientos, buscó uno más cercano al viejo que había acabado su número y se sentó. La sombra parecía buscar a alguien, y al rato lo encontró. Era uno que había pasado inadvertido, allí tumbado, hecho un ovillo, al extremo de la sala. La sombra se le acercó y con su magnum 45, le ensartó cuatro disparos que retumbaron la sala.
La película terminó cuando se encendieron las luces.



Julio Lucio Rodríguez (2008)

miércoles, 8 de abril de 2009

Rosendo (Cuento)





Rosendo bostezó unas palabras ininteligibles cuando sintió aquella bala blanca explotarle en toda la testa. El profesor le miró furioso y levantándole la cabeza le repitió la pregunta, pregunta que le había hecho minutos antes. ¿Quién es el autor de El Llano en Llamas? Rosendo se puso en pie, jugueteó con el lápiz, miró su cuaderno, luego miró a Abel, su compañero de asiento, miró la cara de Laura, la niña de las trenzas, paseó su mirada por todos sus compañeros, paseó la mirada por toda el aula, la hizo volar, recorrerla toda hasta sacarla fuera y hacerse dueño de una mariposa posada en una flor blanca. Un carraspeo le despertó de su sueño y cogiendo un nombre al vuelo pronunció: Francisco Bolognesi. Una atronadora y unísona carcajada de todos los alumnos llenó el aula para luego esparramarse aula por aula hasta inundar todo el colegio. El profe fue el único que no se inmutó, el único que se quedó allí parado junto a su pupitre, el único que en vez de sentir ganas de reír, lloró.
Así como de rápido inundó el aula y el colegio de carcajadas, rápido desapareció.





Julio Lucio Rodríguez (2008)

domingo, 5 de abril de 2009

Cuento



El Viaje


Mamá encendió la hornilla para calentar el agua. Era sábado y el domingo teníamos que estar en Trujillo, todo cambia cuando uno se va a Trujillo, allá uno se la pasa bien con los primos, come muchas cosas, en especial esa que hace la tía Julia, pudín, mi preferido. Trujillo es una ciudad hermosa. Allí dicen es donde nací.
Ese día nos hicieron levantar temprano para recoger leña de la chacra de doña Isolina. Ya de tardecita mamá puso las ollas grandes que hizo papá. Al primero que bañaron fue a José, de los cuatro era el que menos lloraba en el agua. Mamá ponía junto con el agua caliente una rama de Alcanfor, esa que dicen que es buena para el resfriado y el asma, entonces que carrapandún, calatito al agua y allí mamá frote y frote se la pasaba uno por uno, mi hermana se bañaba sola, ella ya era mayorcita. Pero ese día recuerdo nos alegramos tanto de que nos llevaran a Trujillo.
Mucha gente venía a saludar a mamá, le abrazaban, le ponían el brazo en el hombro, le acariciaban la cabeza. Mi hermano y yo arreglamos, él su camión azul y yo el auto verde, mi otro hermano no quiso llevar nada, él siempre decía que allá había mejores juguetes. Siempre andábamos peleando por los soldaditos verdes del primo Luis, los ladrillos armables, los carros de bomberos. Todo. Él siempre tuvo todo. Papá se quedó en casa, él nos dijo que iría por la tarde. Papá siempre andaba ocupado. Había tiempos en que se la pasaba trabajando casi toda la noche. Hacía ollas de diferentes tamaños, aguzaba hierros, hacía picos, puntas, cuñas, esas son las pequeñitas, las que sirven para partir piedras, decía papá que el abuelo las utilizaba para partir la enormes piedras que se le cruzaban por el camino. Pero papá no fue ese día.
De tempranito nos levantó mamá. Nos levantamos, nos lavamos las caras, nos colocamos los zapatos, los marrones eran los míos y esperamos a que el carro de Don Melquíades nos pegara un bocinazo para salir casi corriendo de casa a montar y ganar el mejor asiento. Don Melquíades nos miró tierno, saludó a mamá y partimos. A medio camino, vomité, luego me siguió Luis y al final casi lo hace José. Mi hermana en todo el camino despegó los labios. Se la pasó pegado al cristal, mirando los arbustos, el río, los cerros, la gente que pasaba cerca del carro.
Al final llegamos a Trujillo, se sabe cuando uno está llegando a Trujillo por el olor a dulce que despide esa fábrica de azúcar que está al principio de esa ciudad costera.
Cuando llegamos, mucha gente nos esperaba, mamá bajó del carro como quien baja de una carroza, lentamente. Allí vimos a mis tías y tíos esperándola. Mamá era la última de las hermanas y nosotros éramos los últimos de los sobrinos en llegar. Saludamos a tía Julia, Jacoba e Inés. No vimos a los primos. Cuando entramos, las velas y las flores inundaban la casa, los llantos y los pañuelos adornaban las manos de aquellas mujeres que estaban allí. Alguien que no recuerdo quién, me levantó en brazos y acercándome hasta aquella caja luminosa, vi a mi abuela aparecer tumbada con los ojos cerrados y en ademán de santiguarme, bajé de aquellos brazos y buscando con la mirada a mis hermanos, salimos a jugar.



Julio Lucio Rodríguez (2000)