sábado, 21 de abril de 2012

El Acantilado

Se paró en aquel acantilado. Vio lo que solo la oscuridad de la noche le permitió ver. Abajo piedras, piedras y más piedras. Un búho pasó cerca de ella. Se posó en un árbol y cantó. “Y si me han visto” se decía, “y si justo cuando lo hacía, algún ojo me estaba mirando”, mientras se agobiaba con sus propios pensamientos, la mujer fue avanzando lentamente como llevado por fornidas hormigas bajo sus pies hacia el precipicio. Al fondo oía a los perros ladrar. Los gritos de los niños, la bullanga de las viejas, la algarabía de todo un pueblo llorando la muerte del padre Carrasco. Sintió cómo unas piedras se iban deslizando suavemente debajo de ella. Lloró. La noche era tensa en el pueblo. Arriba, todas las estrellas titilaban con una claridad inusitada, más arriba, Dios la estaría observando. Sentiría el miedo y el arrepentimiento que le carcomía en ese momento a su hija. El búho aleteó con fuerza despertándola de sus cavilaciones. De pronto miró de soslayo casi por encima del hombro a algo que se le acercaba acuclillado. Se fue acercando, más y más. Quizo huír, pero enseguida desistió o quizás no pudo. Al momento sintió cerca de ella el aliento tibio y pútrido de ese alguien irreconocible. Entonces le vio. “No puede ser” pensó. Y cayó.
Desde arriba, sólo Dios y las estrellas le vieron caer, rodar como un trozo de carne, rebotar de piedra en piedra como un balón desinchado. Detenerse y expirar.

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