El Acantilado
Se
paró en aquel acantilado. Vio lo que solo la oscuridad de la noche le
permitió ver. Abajo piedras, piedras y más piedras. Un búho pasó cerca
de ella. Se posó en un árbol y cantó. “Y si me han visto” se decía, “y
si justo cuando lo hacía, algún ojo me estaba mirando”, mientras se
agobiaba con sus propios pensamientos, la mujer fue avanzando lentamente
como llevado por fornidas hormigas bajo sus pies hacia el precipicio.
Al fondo oía a los perros ladrar. Los gritos de los niños, la bullanga
de las viejas, la algarabía de todo un pueblo llorando la muerte del
padre Carrasco. Sintió cómo unas piedras se iban deslizando suavemente
debajo de ella. Lloró. La noche era tensa en el pueblo. Arriba, todas
las estrellas titilaban con una claridad inusitada, más arriba, Dios la
estaría observando. Sentiría el miedo y el arrepentimiento que le
carcomía en ese momento a su hija. El búho aleteó con fuerza
despertándola de sus cavilaciones. De pronto miró de soslayo casi por
encima del hombro a algo que se le acercaba acuclillado. Se fue
acercando, más y más. Quizo huír, pero enseguida desistió o quizás
no pudo. Al momento sintió cerca de ella el aliento tibio y pútrido de
ese alguien irreconocible. Entonces le vio. “No puede ser” pensó. Y
cayó.
Desde
arriba, sólo Dios y las estrellas le vieron caer, rodar como un trozo
de carne, rebotar de piedra en piedra como un balón desinchado.
Detenerse y expirar.
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