sábado, 28 de junio de 2008

Cuento




EL ENTIERRO


El día en que lo íbamos a enterrar, ese día llovió a cántaros. Entramos al cementerio, esta vez no con el mismo paso ceremonial con que lo hacíamos, sino, casi corriendo. Pues el cementerio de mi pueblo era un pedazo de terreno seco, lleno de cruces rotas desperdigadas por el camino, una hierba seca crecida hasta la cintura y piedras traicioneras que aparecían casi fantasmalmente a nuestro paso. Y ni así sabiendo que en cualquier momento alguien se podía caer, entramos corriendo cargando el cuerpo hasta el nicho. Los dos únicos hijos del difunto, venidos de no se sabe dónde, estuvieron a nuestro lado todo el tiempo. Él, un hombre joven de calvicie avanzada, ella, una mujer vestida de negro con los pelos cubriendo su rostro. Pero los demás que sólo habían venido para acompañar al muertito, miraban guarecidos, bajo los dos únicos árboles casi secos del panteón, ávidos de que todo se acabe ya, porque el hambre que traían hacía horas, les revoloteaba la panza. En total éramos siete; cuatro los que cargábamos al finado, los dos únicos hijos venidos de no se sabe dónde, y una vieja desdentada que escupía cada vez que lanzaba las oraciones al cielo. De pronto un golpeteo extraño se sintió dentro de la caja. Miré a mi compañero, un muchacho nuevo que había venido de la sierra, pero éste ya me estaba mirando primero. No tengas miedo, le dije en voz baja, eso es normal. Minutos después la caja empezó temblar, esta vez un frío intenso me recorrió el cuerpo. ¿Eso también es normal? Me preguntó. Sí, le contesté, inseguro de lo que le decía, buscando con eso, darme fuerzas también, allí el finadito se está acomodando nomás.

La lluvia empezó a arremeter con más fuerza. Los cielos se cerraron esta vez de una oscuridad más intensa. La noche caía suave sobre el panteón. Todo se iba pintando de negro. De pronto, golpes desesperados y exhalaciones ahogadas se empezaron a escuchar dentro de la caja. La vieja chillona salió corriendo remangando sus vestidos. Los dos únicos hijos venidos de no se sabe dónde, huyeron vociferando a voz en cuello, ¡el demonio, el demonio! Y nosotros, con una rara pasividad, bajamos la caja y la depositamos en le nicho, a dos metros de hondo; nos miramos sorprendidos y corrimos también como ellos.
Dos minutos después, le aullido lejano de un perro oculto tras la espesa niebla nacida del río, iba siendo fiel testigo de lo que allí, en aquel panteón del pueblo, pasaba.

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