domingo, 1 de junio de 2008

Cuento



TAMBORES LOCOS



“ Llovía. Así como llueve desde los cielos oscuros de su tierra, mojando sus cerros, empapándolo todo… Se pegó a la ventana. Se apoyó en el alféizar y observó cómo caía esa lluvia extraña para él. Tan extraña como el lugar mismo donde vive ahora. Donde respira. Donde trabaja. Donde trata de ser feliz. Entonces pensó en sus padres y sus hermanos y la lluvia esta vez empezó a caerle dentro”.


El cielo se hizo más y más oscuro y Papá no llegaba. Un ruido como de tambores gigantescos machacaban los cerros. De cuando en cuando unas luces brillantes caían cerquita de casa. Mamá lloraba. Clarita también. Papá había salido temprano, antes que este aguacerón caiga, a arreglar la cocina de una señora muy vieja, porque Papá era un “todista”, o sea, él arreglaba de todo, él sabía de todo.
Ya había pasado el medio día (y eso lo sé porque aprendí a ver la hora en el reloj viejo del colegio) y la lluvia empezó a caer. Primero como gotitas, luego como goterones. Entonces teníamos que colocar baldes y ollas de Mamá en todas las goteras que había en casa. La cocina, la sala y el comedor, eran los únicos lugares que se salvaban del agua ya que esos lugares estaban cubiertos con cielo raso y eran también los únicos lugares en donde uno no se volvía sordo. La calamina ensordece cuando llueve.


Los vecinos llegaron como a las tres. Hablaron con mamá, la abrazaron y le secaron las lágrimas que se le escapaba. Clara también lloraba con ella. Entonces se arrodillaron y empezaron a orar. ¿Mamá oraba o rezaba? ¿Cuál es la diferencia entre rezar y orar? Y alzaban las manos y le hacían hablar cosas raras. Así estuvieron como una hora rezando y orando. Mientras que nosotros a vaciar los depósitos llenos del agua sucia que caía del techo. Media hora después llegó una vecina más. La amiga de Mamá. Allí lloraron juntas caminando de un lado a otro y mirando de cuando en cuando el reloj negro que teníamos pegado a la pared de nuestra sala. Lo cierto es que ese reloj ya no me gustaba, quizá porque su color y su ruido infernal por las noches me traía un miedo de muerte. Cada vez ese ruido enorme como de tambores locos sonaba por todos lados. El “Culebras”, el Kurunday”, el “Pan de azúcar”, todos entraban en la misma música. Todos hacían el mismo ruido. Todos parecían venirse abajo. Ya empezaba a tener miedo.


Entonces mi casa se quedó a oscuras. Todo el pueblo se quedó a oscuras. Sólo sabíamos de la lluvia, porque caía como piedras en el techo. A veces la claridad llegaba por momentos gracias a las luces de los rayos que encendía el cielo como fuegos artificiales. Y allí estuve pegado a la ventana mirando a la noche prenderse. Y ¡Zas! Que miraba a la iglesia a mi izquierda. Y ¡Zas! Que miraba la casa de mi amigo a mi derecha. Y ¡Zas! Que miraba a Papá llegar empapado, casi a rastras a casa.


“Abrió la ventana. El frío entró como flecha en su pequeño piso. Sacó la mano y tocó la lluvia tan distinta pero a la vez igual a la de su tierra. Esta no hacía la misma bulla. No tenía el mismo olor a tierra mojada y no provocaba la misma oscuridad total en su casa. Metió la mano, se la secó en sus ropas y contempló de nuevo.”

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