domingo, 4 de mayo de 2008

Cuento

DESAFÍO

Cuando Félix bajó corriendo del cerro con la prisa que trae un espantado, Arnulfo ya le estaba esperando. Félix Huamán cogió la escopeta, la miró por última vez, la llenó de pólvora, perdigones y unos pequeños retazos de trapo viejo. Salió. Fuera nada había cambiado, caminó treinta y cinco pasos justos para sentarse y beber un poco de agua del puquio del Paso Robles que pasaba cerca de su casa. Arnulfo Cepeda y Uvaldo Quispe, su amigo, esperaban ansiosos cerca del cementerio sin nombre, porque su pueblo tenía un cementerio sin nombre y nadie fue capaz de ponerle uno, ni el Alcalde, ni el agente municipal, desde el tiempo en que el niño Segundo Serrano ganara el concurso interno que hizo la escuela entre los alumnos para buscar el nombre más adecuado y muriera de una enfermedad muy extraña. Desde allí nadie quiso nombrar el cementerio por temor a tener la misma suerte. Y allí esperaban sentados bajo un espino seco que ni sombra proyectaba. El sol calentaba despacito conforme la mañana subía para convertirse en tarde y al final transformarse en noche. El silencio en el cementerio era casi eterno. Casi nadie moría. Sólo los tordos, las palomas, las zaparritas, las lagartijas, las culebras vivían allí y vivían de su propio ruido. Hacía rato que habían dejado de hablar. Arnulfo acariciaba el arma, la tenía junto a su pecho, la veía, la observaba, la olía.

- ¿No crees que ya es hora de que cargues el arma?, le dice Uvaldo.

- No, aún no, le contesta Arnulfo.

- Pero ya va a dar la hora, le dice de nuevo.

- ¿Tú crees que hago mal?, le pregunta.

- No hombre, no haces mal, le dice, quizá yo también lo habría hecho.

- ¿Matar a alguien?, le pregunta Arnulfo. Pero si tú nunca has matado ni a las gallinas de tu casa.

- Es que no me gusta la sangre, le contesta Uvaldo. Pero bueno, ¿vas a cargar el arma o no?, insiste.

- En un ratito, estoy dejando que la pólvora seque un poquito más, le dice Arnulfo.

Félix camina con el arma en el hombro, un pedazo de pan en la boca, el morral de pólvora, perdigones, pequeños trapitos cortados y un poco de agua, porque el día parece cantar la presencia de un sol abrasador. Camina y cree que llegará tarde, entonces acelera el paso, sube cortando camino por el camino del Salao, desde allí, se dice, lo verá todo. Camina. Nadie se le cruza, va solo, como siempre lo ha hecho. Empezó a vivir solo el día en su taita murió desbarrancado llevando una recua de vacas del pueblo, a los pastizales de Lomas Altas, allí se le murieron tres vacas, un perro y su taita. Su madre murió al poco tiempo de ciática, anduvo tumbada casi siempre desde que Félix nació, nunca pudo moverse, el dolor en sus piernas se había vuelto insoportable. Y así la encontró muerta un medio día, tumbada como siempre la había dejado cada vez que salía al trabajo. Nunca pudo borrar de su cabeza la imagen de dolor dibujado en el rostro de su madre.

Ya estando arriba, los vio. Estaban sentados uno a lado del otro bajo un espino seco junto al cementerio. Levantó la cabeza y miró al cielo, estaba despejado, azul como siempre lo era en esos tiempo su pueblo. Su clima perfecto. Las lluvias caían cuando deberían caer, el sol calentaba cuando lo tenía que hacer. Esto es un paraíso, pensó. Entonces ajustándose el morral y pasándose el puño de su camisa sobre el sudor de su cara, empezó su andada cuesta abajo. ¿Llegaré a tiempo?, pensó.

Desde niños se odiaron, desde que Félix le quitara a Arnulfo la que era su novia de la escuela, la Carmincha, la mujer que es ahora de Alfonso Monje, el “monjito” y que en un arrebato de cólera Arnulfo le hiciera sangrar la nariz delante de la maestra Barreno y le jurara que le iba a matar y que se andara con cuidado. Así crecieron, con la rabia anidada en el alma. Tiempo después, Arnulfo hizo lo mismo con Félix, le quitó la novia, la Lastenia Apaza, la finadita que se ahogó cruzando el río por un puente de palos y que ni uno ni otro fueron al entierro por no verse las caras. Se odiaron desde siempre. Y así fueron creciendo, odiándose. Quizá el odio en el corazón de Félix en estos tiempos estaba menguando, quizá pensaba que no valía la pena odiar a alguien sin haber experimentado antes sentir lo contrario. Pero él era un macho, de los de antes y no se iba a echar para atrás en esos momentos. Siguió bajando, el camino poco a poco iba dejando de ser blanco, desaparecía, se difuminaba como el rastrojo de nubes que empezó a inundar su cielo. Entonces pensó por un momento ser nube, sentirse libre, poder volar de un lugar a otro, conocer lugares lejanos, nacer con el día y morir con la noche o más bien, morir con la lluvia, porque la lluvia es el último respiro de las nubes . Al rato, aquellas nubes ya no estaban. Eso lo supo cuando Arnulfo y Uvaldo ya estaban cerca.

- Mira, le ves, arriba está, nos está mirando el pendejo, le dice Uvaldo.

- ¿Dónde?, pregunta Arnulfo.

- Arriba, está bajando por el camino del Salao, le contesta.

- Ya lo veo. Ahí viene el perro, se dice pero esta vez como para darse fuerza.

- Carga el arma ya Arnulfo, le vuelve a insistir Uvaldo.

- Sí, ahora lo hago, le dice Arnulfo.

Se habrá enamorado el Félix, se pregunta Arnulfo. Ahora que vive solo a cuántas mujeres se habrá llevado a su cama. Arnulfo se pone en pie, estira las piernas, sacude las manos, deja el arma recostada sobre una piedra, camina unos pasos como para despejarse. Coge el morral que había dejado expuesta al sol un rato. Lo abre, saca una bolsa que envuelve a la envoltura de papel que envuelve a su vez a la pólvora, lo abre, lo extiende, saca los perdigones, los trapitos, entonces empieza a cargar. Cuando tiene ya lista el arma, lo deja reposar junto a la misma piedra donde lo había dejado antes. Bebe un poco de agua fresca, se moja el cogote como de seguro lo estará haciendo el Félix, piensa. Se empapa la cabeza, hace como si se peinara, siente la frescura recorrerle el cuerpo como una ola. Quizá el odio en el corazón de Arnulfo, también se le esté menguando, pero eso no lo sabe ni el Félix ni el Uvaldo. Quizá esto de matarse no les lleve a ninguna parte. Pero trata de alimentar su odio con sus recuerdos, no debe de caer en la sensiblería, no debe de echarse para atrás, él es macho, como cree que lo es el Félix, entonces recuerda el día en que pelearon rompiéndose uno la nariz y otro la boca, junto a la iglesia, el mismo día en que llegó el nuevo curita. Allí sí que corrió sangre. O el día en que descubrió besando a la Carmincha en la boca, un día antes de la fiesta de la escuela. Escarbó sus recuerdos, alimentó más su odio, odió, odió, odió. Pero así como creció por un momento su odio, así desapareció. Respiró hondo. Levantó la vista al cielo, allí descubrió el mismo rastrojo de nubes que Félix ha visto.

- ¿Listo?, pregunta Uvaldo.

- ¿Ya sabes lo que le tienes que decir a mi taita, verdad?, le pregunta Arnulfo.

- Sí, no te preocupes Arnulfito, le dice golpeándole el hombro, al final no te pasará nada.

Arriba, en el cielo, el rastrojo de nubes desaparece, al mismo tiempo en que Félix Huamán con arma al hombro, morral en la cintura, botella de agua en la mano y una mirada que más que de odio, dibuja un “no quiero hacerlo”, aparece frente a ellos. Saluda a Uvaldo con un movimiento de cejas y al otro le mira simplemente. Uvaldo se marcha, se sube a un nicho, el más alto del cementerio, y desde allí observa. Ve a Arnulfo cómo va bajando el arma del pecho, ve a Félix cómo le va apuntando con el arma. Ve cómo se miran, se observan, se tantean el uno al otro. Bebe un poco de agua. ¿Qué me dijo que le dijera a su taita?, se pregunta Uvaldo. Los disparos rompen el silencio por un instante. Rompen el aire. Rompen la vida. Todo ha terminado.


Julio Lucio

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